Reconozcámoslo sin ambages: la gran asignatura pendiente de nuestra democracia es el sistema judicial. En fútbol, la liga más rutilante del mundo; en automovilismo, enormes; tenemos grandes tenores, el sistema autonómico ha alcanzado sofisticados métodos de desarrollo. Hay aves, del tren, se cuidan las aves, silvestres, proliferan los auditorios, autovías, grandes hoteles, "spas" por doquier, pero, señores, esta democracia nuestra sigue teniendo mecanismos judiciales cuyos rendimientos y grados de exigencia son impropios de un país tan evolucionado como el nuestro.
Y no lo digo sólo porque, en nuestra región, en presidente del TSJ, José Luís Concepción acabe de significar que el retraso tras la áspera huelga sea de 14.000 juicios suspendidos; ni porque Palop, juez encargado de que los maltratadores de Madrid cumplan sus condenas, acabe de decir que lo de la niña Mari Luz puede repetirse en cualquier momento, puesto que manejan entre él y su secretario 7.000 expedientes de tipos peligrosos que si la hicieron una vez, pueden hacerla ciento mientras sigan por la calle.
Es, digo, particularmente, esa sensación de premiosidad, de falta de tutela, de atávica tendencia al rigorismo y, sobre todo, y fundamentalmente, la tardanza en juzgar que diluye la eficacia de la sentencia por culpa de lo que en farmacia se entiende como posología, es decir, la aplicación del medicamento. O dicho en las jerezanas palabras del ex alcalde Pedro Pacheco: "la justicia es un cachondeo", aseguró, en frase que ha hecho historia.
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